El fracaso del proyecto de “ficha limpia” en el Congreso confirma que al presidente Javier Milei le importa más la construcción de poder que terminar con los privilegios de “la casta”. Si los corruptos nos apoyan, la lucha contra la corrupción puede esperar. Y lo mismo la condena judicial definitiva de quienes llevaron adelante un latrocinio sin precedente. La vieja casta, presionada por el peso de la prueba de sus delitos, colabora con el fortalecimiento de la nueva. Y se convierte en interlocutor del Gobierno para dar forma a la Justicia y a la Corte Suprema que la juzgará en última instancia. Linda forma de lavar los pecados. También, de perpetuar la corrupción endémica que mantiene al país en la pobreza material y moral.
El kirchnerismo hace su juego. Lo esperable, ni más ni menos. La ausencia de ocho diputados libertarios en la sesión del jueves es, en cambio, reveladora: muestra que el Presidente, como un integrante más de la casta que tanto desprecia, también puede decir una cosa y hacer la contraria. Cuando se trata de acumular poder, los declamados principios quedan a un lado. En la falta de quórum que frustró la iniciativa de PRO contribuyeron, en más o en menos, todos los espacios políticos, salvo la Coalición Cívica. Sin embargo, la defección del Gobierno es la más grave porque no se limita a dejar abierta la posibilidad de que los corruptos nos vuelvan a gobernar y a robar, sino que ha puesto en evidencia, por si hacía falta, que el Poder Judicial está en jaque.
«Milei es dogmático en lo económico y pragmático en lo político. Venera la ortodoxia económica, pero no muestra ninguna estima por los principios del liberalismo político»
Milei, que vive de la polarización, la quiere a Cristina Kirchner en las próximas elecciones. De allí la traición a “ficha limpia”, cuya sanción le hubiera vedado a la expresidenta la posibilidad de ser candidata el año que viene. Cristina, por su parte, se quiere impune y libre. Como se ve, las coincidencias entre La Libertad Avanza y el kirchnerismo van más allá de sus métodos o la personalidad de sus líderes. Hoy el Gobierno y el kirchnerismo bailan un dudoso minué que combina negociaciones más o menos secretas con bravatas huecas para la tribuna.
El Presidente es dogmático en la economía y pragmático en lo político. Los principios del liberalismo económico ortodoxo son para él sagrados, pero no muestra ninguna estima por los presupuestos del liberalismo político: libertad es solo libertad de empresa. En cuestiones económicas, se recuesta en el sufrido apoyo de la llamada oposición dialoguista, sobre todo los legisladores de Pro. En cuestiones políticas, transa con el peronismo y teje lazos de complicidad con el kirchnerismo. En ese entente se fraguan la reelección de Martín Menem como presidente de la Cámara de Diputados, la derogación de las PASO y el camino de Ariel Lijo, impugnado por un concierto multitudinario de voces autorizadas, hacia la Corte.
La Justicia, como el resto de las instituciones del país, tiene miembros honestos y capaces, pero no faltan los que venden sus sentencias al poder político o económico. La calidad de la Justicia, que determina el grado de transparencia de la política y la salud de la economía, depende de que haya más jueces del primer grupo y menos del segundo. En este sentido, no está todo perdido: tenemos una Corte respetada por la idoneidad e imparcialidad de la mayoría de sus integrantes; también, tribunales capaces de condenar a una expresidenta y otros funcionarios por corrupción, basados en las evidencias reunidas por fiscales que asumieron con valentía el papel que les tocó. Estos avances, que pusieron en acto principios esenciales del Estado de derecho, como la igualdad ante la ley, están amenazados. Todo indica que nos encaminamos a un retroceso: si depende de un pacto entre el gobierno libertario y el kirchnerismo, hoy la Justicia está en las peores manos.
Cuando era poder, el kirchnerismo se lanzó a colonizarla con jueces militantes que respondían a un proyecto hegemónico. Para salvar a la jefa de condenas que se veían inexorables inició una guerra de guerrillas, con el intento fracasado de la reforma judicial y el frustrado juicio político a los miembros de la Corte. Ahí, bien arriba, donde Cristina se juega su destino, apuntan hoy los cañones. Y todo lo que quiere Milei de la Justicia, parece, es que no entorpezca el curso de su cruzada purificadora y la construcción en marcha de una hegemonía política y cultural libertaria.
En un libro que se acaba de publicar en España y que llegará a las librerías argentinas, el fiscal Diego Luciani señala que, ante la falta de un fuerte rechazo social, la corrupción en la Argentina se fue instalando como una costumbre. Y advierte: “El peligro radica en que existe una tendencia a la ilegalidad y a la falta de respeto a la ley que permite justificar no solo las corruptelas menores, sino también la gran corrupción”.
¿Los éxitos económicos de los que se jacta el Gobierno lo relevarán del compromiso, asumido en campaña, de acabar con la corrupción? ¿Se le permitirá todo si la economía despega? ¿Asistiremos, otra vez, a la historia de siempre? La respuesta, como desliza Luciani, depende de la presión que sea capaz de ejercer la sociedad contra la tendencia fatal del poder a la impunidad.
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